EN LA ALDEA MÁS BELLA JAMÁS VISTA...


Publicado por: José Sant Rozon
Por: José Sant Roz
Octubre 08, 2019

La llamaban El Zamuro y un cura dijo: “Qué nombre más feo. No señor, a esta aldea la vamos a llamar La Virgen de…”. Es una aldea toda a lo largo de un camino polvoriento, con casas a los lados en un trayecto de unos mil metros; casitas de cinc con muchas flores, algunas casas de tejas muy, pero muy viejas. Al fondo del camino se consigue uno con la casa de Nectario, en lo alto de una colinita. Por doquier se escucha el rumor de las quebradas. Entre grandes montañas, cerca de la casa de Nectario,  baja un límpido arroyuelo. Nos recibe a la entrada un burro blanco, que rompe el crudo verano con su lamento; más allá un perro pequeñín que le responde al jumento desde el corredor de la casa de Nectario. ¿A quién llamará el burro con su verga suelta, negra y larga? El burro se llama Pancracio. Bello pelo el de Pancracio. Pancracio con su verga ha procreado cuatro mulas y corre airoso por el campo.

Las vacas en la ladera braman a sus becerros esparcidos cerca de la vaquera. Hay vacas tan viejas que se consiguen con sus nietos en la vaquera. Temprano antes del ordeño, los gallos amenizan la mañana con sus sostenidos y dulces cantos; las gallinas picotean mientras  son correteadas por una enorme gata. A un loro lo pasean los niños en bicicleta, y cuando el loro se fastidia se encarama en los horcones del tranquero, desde allí lo vistea todo. Las bellas muchachas de la aldea, de catorce y quince años, cargan bejucos para hacer cestas; cargan también palos para hacer horcones. Las bellas muchachas trabajan tanto como los hombres.

Uno como visitante camina por las montañas vecinas, recorre las cascadas, mira los magníficos ejemplares de toros y vacas lecheras que deambulan al filo de enormes barrancos; se deleita mirando los sembradíos de papas, de cebollas, de hortalizas. Ve a unos campesinos que se arreglan por la noche para subir a la montaña a castrear abejas. Ve cómo se alejan con sus linternas por la oscuridad y en lo más alto se aprecia el fogonazo de miles de abejas que defienden sus nichos. Se ve luego a los campesinos llegar picados de las abejas pero con tobos llenos de panales que reparten a los vecinos. Se castrea a las abejas unas dos veces al año.

Temprano por la mañana bajamos a la vaquera y tomamos la postrera: la primera que sacan de las plétoras de ubres, con bastante espuma y caliente. La gente es amable y en todas las casas nos dan café. Hubo un día en que nos tomamos en pocas horas siete tazas de buen café negro y fuerte.

La gente se echa a hablar de noche en el patio ante el paño sublime de miles de estrellas. La gente habla de que se han ido desapareciendo muchos animales entre ellos el zamuro. Que el otro día se mató un toro de setecientos kilos que se vino ladera abajo y se estuvo pudriendo porque los zamuros no vinieron a comérselo. Y entonces Nectario cuenta que seguramente fue porque a los animales les inyectan muchos químicos. Que un día había una zamurera muerta alrededor de un animal muerto. Mientras hablábamos titiritábamos de frío. Corría un viento helado. Un perro cazador nos miraba silencioso, con sus largas orejas y la comisura de los labios negros abiertos. Hay muchas otras historias como por ejemplo cómo se hizo, mediante convites, la primera carretera que comunicó la aldea con el pueblo más cercano. El señor Olegario, el más viejo de la aldea va refiriendo muchos nombres de hombres que participaron en aquellas faenas. Nos habla de un cura que se mató al caer por un precipicio. Historias de vecinos que ayudaban y otros que se negaban a colaborar. Rememoran la historia de una mujer muy bella, hija de un cura y que no ha tenido suerte con los tres hombres que ha tenido.  Hermenegilda, la esposa de Olegario, sostiene un bastón en un rincón y está muy callada: un ser profundamente querido se le ha muerto, el ser que le hacía compañía, que le escuchaba sus ruegos, que velaba por ella, la hija más cara de sus sueños; Hermenegilda anda siempre con cabeza baja, como cansada o enferma, escucha como una sombra todas estas historias, y apenas si le interesan. Apenas si levanta la cabeza, apenas si mira desganada a los lados y siempre calla, con el hilillo de sus ojos apreciándolo todo. Los rasgos de Hermenegilda son serenos, dulces, parece una gran dama surgida de los encantos más profundos de las quebradas y de las montañas. Blanca, de ojos aguarapados y un poco apagados. Hermenegilda teje, hace casitas de barro y cuida a sus trece muchachos. Parió y parió, le dio tantos hijos recios, bregadores a Olegario. Y Olegario les enseñó a todos las labores del campo. Todos los hijos de Olegario le nacieron con una educación de la Edad Media, listos para trabajar la madera, listos para bregar la cría del ganado, para hacer una casa, para sembrar, para conocer los tiempos de la cosecha, para entender los signos de Dios cuando llueve y cuando el viento enmudece y las estrellas parpadean. Olegario vive entre sus animales y entre todos esos hijos, recorriendo campos. Olegario camina unos diez kilómetros diarios; Olegario atiende a su esposa enferma que casi nada puede hacer; Olegario cocina, lava los platos, cuida las aves del corral, atiende el ordeño, habla con las vacas y los toros, con los potros y el burro Pancracio.  Y los domingos, Olegario se va a pie a visitar a unos primos que viven a diez kilómetros de su casa. Olegario tiene ochenta años, y anda con la camisa abierta cuando la temperatura baja a menos de diez grados. Y para todo sonríe Olegario cuando habla.

Los visitantes fuimos padrinos de la Paradura: buscamos al Niño y lo llevamos en un paño entre canciones de navidad y quemando pólvora. Tomamos chocolate y comimos pan preparado en la propia aldea. ¡Cuántos niños muy despiertos que llevan el amor a la naturaleza en la sangre, que hablan de los animales como parientes más cercanos que sus propios familiares! Cogimos nuestros macundales y nos despedimos. Vimos a un tipo de la ciudad de Caracas, que como turista, nadie sabe cómo y por qué, fue a parar por ese lugar. Todo muy cordial y ameno, felices nos fuimos. Si volvemos será para quedarnos para siempre. Eso dijimos.

bajo La Matica / H. Andrade

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